Una ciudad mágica

Les escribo estas líneas en plena digestión del atracón de belleza que acabo de tener paseando por las calles de Jerusalén, en Israel. En el transcurso de los últimos diez años he visitado, explorado y catalogado de forma muy subjetiva más de 150 ciudades en todo el mundo y les puedo asegurar que nunca había experimentado una sensación como la que ha tomado posesión de mi cuerpo estas últimas horas.

El que les escribe esto no es para nada religioso, aunque siento mucha admiración por la capacidad que han tenido las religiones a lo largo de los siglos de dar forma y fondo a nuestras emociones a través de la arquitectura, la acústica y los efectos de iluminación. Recuerdo que hace años el primer sorprendido fui yo cuando me quedé sin respiración y se me humedecieron los ojos al entrar un sábado por la noche en Notre Dame de París mientras el coro ensayaba.

Aquí todo parece pensado para dejarte embobado, todo te traslada a otros mundos, culturas, momentos de la historia. Hay tal combinación ya no sólo de religiones sino de estilos artísticos, periodos creativos y prioridades estilísticas que hacen imposible que al cabo de un rato puedas seguir digiriendo más y te ves obligado a parar unos minutos. No hace falta ser un experto en nada para saber la de expertos que han contribuido a esta ciudad.

Paseando por las calles de Jerusalén entiendes el porqué de tanta alabanza por parte del que ha estado, que no suele cansarse de decirte la magia que rodea esta ciudad milenaria. Sólo llevo unas horas aquí (mi teléfono dice que he caminado 12 kilómetros) y ya sé que cuando me vaya planificaré en el vuelo de vuelta la siguiente vez que visitaré esta ciudad.

No quiero desvelarles todavía mis impresiones en detalle (lo haré la semana que viene, cuando haya podido digerirlo) pero sí quería compartir con ustedes el sobrecogimiento y la absoluta humildad que uno siente al pasear la mágica ciudad de Jerusalén. Limpia, silenciosa, tranquila y con cientos de capas de historia.

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