Volviendo de Helsinki

Si la semana pasada les escribía en el vuelo de ida a Helsinki, ahora lo hago en el de vuelta, un domingo por la tarde, tras pasar un par de días paseando por la capital finlandesa en plenas elecciones generales. Han sido dos días de mucho frío descubriendo una ciudad interesante y desconcertante a partes iguales.

Como casi todas las capitales escandinavas, Helsinki es cómoda para el paseante, impecable en la puntualidad de sus transportes y mantiene un aire de grandeur pasado de moda, que la ciudad ha reconvertido en nostalgia cool con un punto retro. Caminando de sol a sol (poco sol, pero una luz preciosa que hace que a los patanes de la fotografía como yo les queden memorables todas las instantáneas) entiendes por qué está siempre en la cima de los rankings de habitabilidad.

Paseando por la preciosa Bulevardi me encuentro relacionando Helsinki con ciudades como Varsovia. Espacios urbanos que durante los últimos siglos han sido conquistados por uno o varios imperios o países vecinos, que han dejado una huella arquitectónica importante y que choca de pleno con lo que había antes y lo que se ha construido después de que el colonizador los haya abandonado.

En el caso de Helsinki uno puede ver sin dificultades las huellas suecas y las rusas, dos imperios que han dado a la ciudad la esencia y el plano urbano que define su centro. No cuesta encontrar paralelismos con Estocolmo, y las grandes avenidas que conducen al puerto son similares a la reinterpretación que de París y Amsterdam ordenó Pedro el Grande al concebir San Petersburgo.

A todas estas referencias se le suma una singularidad en el diseño finlandés, que han abanderado figuras imprescindibles como Saarinen o Aalto y que además tienen nombres y apellidos de preciosa sonoridad que respiran premium por todos los lados de su grafía. Así que, cargado con un jarrón de Aalto y una biografía ilustrada de Saarinen (padre e hijo), regreso a Barcelona con nuevas memorias en una primavera que está siendo especialmente viajada.

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