La primera chef de la Casa Blanca

La aguja del pajar: Cristeta Comerford

Es la primera mujer (y la primera persona no blanca) nombrada jefa de cocina de la Casa Blanca. Desde hace diez años, esta chef filipina satisface el paladar de las familias presidenciales y organiza los banquetes oficiales del Estado más poderoso del mundo.

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 Cristeta Comerford y el chef repostero Bill Yosses presentan un menú a Michelle Obama. FOTO: GETTY

Cuando Cristeta Comerford, hija de un director de escuela y una modista, emigró a Estados Unidos con 23 años, era la “chica de las ensaladas” en el hotel Sheraton del aeropuerto de Chicago. Hoy, esta filipina nacida en Manila en 1962, la segunda de once hermanos, acumula récords: es la primera mujer (y la primera persona no blanca) en dirigir los fogones de la Casa Blanca y en sus manos está satisfacer el paladar del hombre más poderoso del mundo, Barack Obama, de su familia y de los mandatarios de todo el planeta que les visitan.

Fue Jacqueline Kennedy quien instauró el cargo de “executive chef” y desde entonces seis personas han ocupado el puesto, la última esta filipinoestadounidense, que estudió Tecnología de los Alimentos en su país de origen, gana unos 100.000 dólares al año, no tiene horario y dirige a entre cinco y 25 cocineros (en el caso de los grandes banquetes de Estado).

“Los presidentes van y vienen, pero los chefs se quedan”, dijo Gilles Bragand, el empresario francés que creó en 1977 Le Club des Chefs des Chefs, que agrupa a los cocineros de los presidentes y reyes del mundo. Comerford entró en la Casa Blanca con un contrato temporal en 1995, bajo el mandato de Bill y Hilary Clinton, y Laura Bush la elevó al cargo de “chef en jefe” en el 2005 tras despedir a su antecesor, Walter Schreib III (“The Wall Street Journal” publicó que tras varios desencuentros cayó finalmente en desgracia tras servir a George W. Bush escalopines, plato que él destesta).

“Cris”, como la llaman en la Casa Blanca, o “Teta”, su apodo familiar, ha debido de acertar con los menús que sirve en la mansión presidencial, porque por allí pasaron los Clinton, los Bush y llegaron los Obama y ella permanece en un cargo en el que hay que hacer frente a todo tipo de labores, desde diseñar complicadas (y estratégicas) cenas de gala que complazcan a jefes de Estado a cual más diferente, hasta preparar los menús diarios para la familia presidencial o incluso los snacks que toman cuando ven el béisbol en la tele.

Aunque la chef lo sabe todo sobre los gustos y manías de los presidentes para los que ha cocinado, sólo ha explicado generalidades, como que a los Obama les gusta la comida sana y sencilla, sin conservantes, y las verduras biológicas que Michelle Obama cultiva en los jardines presidenciales (asesorada, por cierto, por el chef asturiano José Andrés). Por su parte, la actual primera dama, cuando le llovieron recomendaciones para que eligiera un nuevo chef, preferentemente “cool” y lo más alejado posible de las hamburguesas y barbacoas que tanto gustaban a Bush, la confirmó en el cargo comunicando que “Cristeta Comerford aporta un increíble talento al funcionamiento de la Casa Blanca y viene muy recomendada por los Bush. Ella es madre de una niña y tenemos una perspectiva común sobre la importancia de consumir alimentos saludables”. La primera dama se apoya en ella para sus campañas a favor de la comida sana, como cuando Comerford ganó en el 2010 el concurso televisivo “Iron Chef America” cocinando con vegetales frescos procedentes de la Casa Blanca.

Si un estratega dijo a Napoleón: “Dame un buen chef y yo te daré buenos tratados” y Churchill no andaba errado cuando afirmó que “el estómago gobierna el mundo”, los cocineros que alimentan los estómagos y los espíritus de los líderes mundiales tienen también su papel en la diplomacia. A ninguno se le ocurriría servir alcachofas al presidente francés François Hollande, y saben que Angela Merkel adora la cocina francesa. Por eso la chef Cris, desde el Ala Este de la Casa Blanca, dosifica con mimo los picantes y el ajo que tanto le gustan, para que una mala digestión no arruine un buen tratado.

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