“¿Mi última cena? Ostras, alcachofas fritas y tiramisú”

El último día de mi vida. Jorge Herralde

Vertical

Plantó a su padre, empresario metalúrgico, y al ingeniero (que lo es, rama industrial) para ser editor. Fue en 1967. Comenzó con libros de ensayo, de izquierdas porque tenía claro su enemigo: Franco. Pero, al cabo del tiempo, sus lectores pasaron de Lenin, Mao o Sartre a descubrir a Tom Wolfe, Patricia Highsmith o Raymond Chandler. Jorge Herralde (Barcelona, 1935) celebra el 50 aniversario del nacimiento de Anagrama el próximo 23 de abril y publica el libro Un día en la vida de un editor: un repaso a los acontecimientos e historia de la editorial.

–¿Qué tres libros han marcado su vida?

–¿Qué es la literatura?, de Sartre: me despertó a la política y dio alas a la insumisión. El descubrimiento de Kafka y luego de Borges, imperdibles.

No hay un libro especial que haya regalado, aunque son muchos de Anagrama, elegidos según destinatario.

–¿Uno para levantar el estado de ánimo?

–El humor inglés empezando por Wodehouse, el ingenio inigualable de Tom Wolfe. Y también, últimamente, buscando en mi tableta, una sesión de cumbias, rancheras, corridos, el último Sabina (el de los 19 días y 500 noches)... Da un subidón terapéutico en media horita.

Considera que la muerte es un lógico fin de trayecto y plantea un requisito deseable: morir antes que Lali, su mujer y pieza clave de Anagrama. “Pero no sé a qué taquilla acudir”, lamenta.

–¿La ha sentido de cerca?

–La tuve en bastantes ocasiones desde los 20 años en adelante por reiteradas extrasístoles, sensación de paro cardiaco, de muerte inminente. Según los electrocardiogramas no había lesión, era cosa nerviosa. Diagnóstico: no tomar café, no beber, no fumar. Dejé de tomar café. Muchos años después dejé de fumar. Se sosegaron mucho. Ahora bebo bastante menos, aunque algún día me pase, y las extrasístoles son muy, muy esporádicas.

Cuenta que le indigna el dolor evitable y teme la degradación, pero no a la muerte. Dejó de hacerlo con 12 o 13 años. Y ni se la imagina. “Mis fantasías van por otro lado”, dice.

¿Reencarnarse en un personaje histórico? “Esta variante del teatro del absurdo no me inspira en absoluto”, zanja.

–¿Qué es la vida para usted y cómo hay que vivirla?

–Un acontecimiento imprevisto, claro. Vivir de la forma más auténtica posible, evitando virajes incongruentes. Lo imprevisto ocurre.

1. Si supiera que mañana es el último día de su vida, ¿qué haría? ¿Cómo lo pasaría?

Confío en la ataraxia.

2. ¿Qué le hubiera gustado hacer y ya no podrá porque no tendrá tiempo?

Mi gran amiga Inge Feltrinelli, a quien gustaban y le divertían mis textos y comentarios sobre editores y escritores, me dijo a menudo que debería escribir la crónica de la edición internacional que habíamos vivido desde los años sesenta. Y me gusta la idea, pero nunca decidí tomarme el tiempo para hacerlo, aunque esta petite historie se encuentra, en forma diseminada y muy parcial, en mis varios libros.

3. ¿Qué aconsejaría a los que se quedan?

Los únicos consejos que haya podido dar, creo que podrían ser, casi tan solo, a ciertos autores respecto a sus textos. O, a jóvenes colegas, quizá consejos “objetivos” a través de nuestro catálogo, como también los recibí yo, en su día, de mis colegas seniors.

4. ¿Cómo diría que fue su vida?

Personal e intransferible.

5. ¿De qué está más orgulloso?

De la construcción, durante 50 años, del catálogo de Anagrama. Creo que inconfundible.

6. ¿Se arrepiente de algo?

Peccata minuta.

7. ¿El mejor recuerdo de su vida?

Quizá la decisión de empezar por fin la soñada editorial, en septiembre de 1967, y la semana que pasé en París como futuro editor (bajo palabra de honor) junto a varios editores franceses). Y también cuatro meses en Sevilla, de la que me enamoré. Fui como sargento de Milicias Universitarias: lo normal era salir como alférez, pero me castigaron por mi falta de disciplina militar. En mi cuartel de Sevilla, había docenas y docenas de brigadas y sargentos, por lo que tuve pocas obligaciones. Mi compañero de habitación en la residencia de suboficiales, Alejandro Cano, era un personaje muy inteligente y divertido, que frecuentaba el seminario del gran Agustín García Calvo (que habían expulsado de su ciudad y enviado a Sevilla). También Alejandro era muy amigo de la familia Rojas, en su casa de Triana: un hermano cámara de cine que vivía casi siempre en Madrid, un hermano pintor y una hermana, Loli, simpatiquísima. Su casa era como un local social de muchos amigos por las tardes y, luego, las noches las pasábamos por ahí escuchando flamenco sin parar y discutiendo y riendo mucho. Enorme nostalgia de aquellos imprevistos meses.

8. ¿Cuál sería el menú de su última cena?

Por ejemplo, ostras, alcachofas fritas y tiramisú.

9. ¿Se iría a dormir?

Me lo impediría la curiosidad, supongo.

10. ¿Cuál sería su epitafio?

No está mal el de Marcel Duchamp: “Siempre se mueren los otros”. O el de Buñuel: “Viva el olvido”; pero es algo redundante, ya llegará, no demos prisas. Como dijo el sabio Borges: “Somos el olvido que seremos”.

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