Una vida caída del cielo

Juliane Koepcke

En 1971, Juliane Koepcke fue la única superviviente de una catástrofe aérea en Perú. Cayó desde 3.000 metros y pasó once días sola en la selva. Durante décadas, esta reputada zoóloga ha estado atando cabos de cómo sucedió todo, y ahora un libro y una película explican su increíble historia.

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Me acaban de conceder una medalla. La Asociación de Fundaciones para la Ciencia Alemana me ha condecorado en Berlín por mi compromiso con la conservación del bosque tropical amazónico. Es sólo una medalla, pero el reconocimiento es importante”. En su atiborrado despachito, donde acechan tucanes de plástico, murciélagos selváticos y mariposas tropicales, Juliane Koepcke (1954) abandona por un momento y, sólo al final de la entrevista, la modestia y la discreción. Con su dulce castellano con deje andino esta reputada zoóloga peruano-alemana que trabaja en las Colecciones del Museo de Zoología de Baviera, en Munich, se ha pasado décadas recogiendo y casando piezas del rompecabezas de su segunda vida. La primera, hasta el 24 de diciembre de 1971, fue la de una niña y adolescente muy feliz, que creció con sus dos progenitores, científicos alemanes, instalados en Lima y a temporadas en el Amazonas, donde estudiaban su flora y fauna. Ya de muy pequeña, ella les acompañaba, especialmente los veranos, y enseguida aprendió los secretos, peligros y tesoros de la selva.

“Los viajes con mis padres no me parecía extraordinarios, pero años después descubrí que lo eran. La selva había sido mi aula sin saberlo, y eso me salvó la vida durante los días que estuve perdida después del accidente”

La segunda vida de Juliane Koepcke empezó horas antes de la cena de Nochebuena de ese año. Ella y su madre se embarcaron en la capital peruana hacia la ciudad de Pucallpa en el vuelo 508 de Lansa, compañía aérea que arrastraba varios accidentes en muy poco espacio de tiempo. Una empresa al borde de la quiebra. La adolescente (tenía 17 años) estaba contenta. Le habían entregado el boletín de notas cargado de sobresalientes y había ido al baile de fin de curso. En el aparato ocupó el asiento 19F; su madre, el contiguo. Más de 90 personas volaban con ellos. A mitad del trayecto, el piloto se metió de lleno en una tormenta eléctrica terrorífica. Nunca se supo por qué no intentó esquivarla. El avión desapareció de los radares y se desintegró en el aire. Juliane nunca sabrá cómo, pero salió despedida, cayó de una altura de 3.000 metros y acabó en el suelo con fuertes golpes y varias heridas, una clavícula rota, pero viva. Seguramente las frondosas copas de los árboles de la selva le amortiguaron el aterrizaje. Hay momentos en que cayó como dormida o anestesiada por el shock, otros recuerdos los mantiene vivos todavía.

“La caída se me quedó grabada, es como una película, de un segundo a otro lo veo todo, por eso lo puedo relatar tan bien”, cuenta en referencia al libro que acaba de publicar la editorial Ediciones B, que se titula Cuando caí del cielo y que recoge el curso de su vida y el de su familia, que se alteró fatídicamente esa tarde. “Estuve desmayada una noche y medio día. No es que explique una historia que es de otra persona aunque yo lo cuente así. Intento no emocionarme tanto. Es una manera de distanciarme de ella y vivirla de nuevo, pero sin el dolor y la angustia”, reflexiona. Le costó mucho escribir: se tuvieron que dar una serie de coincidencias increíbles para que el libro acabara cuajando.

Juliane no sólo sobrevivió al impacto, también a las trampas mortales de la selva, de la que nunca habría salido con vida si no hubiese sido por los conocimientos que de manera natural fue adquiriendo en sus veranos con sus padres. Siguió los riachuelos que la llevaron a ríos más grandes, donde tenía una posibilidad de alcanzar alguna zona habitada. Cuando pudo nadó, o más bien flotó corriente abajo por en medio del río en vez de caminar por la orilla, donde dormían las rayas de picadura casi mortal. Sabía del comportamiento de los cocodrilos y donde había pirañas y donde no.

“En aquel entonces –recuerda Koepcke–, los viajes con mis padres no me parecían extraordinarios, pero años después descubrí que sí lo eran. Mis compañeros de clase me decían ‘qué suerte tienes que puedes viajar por todo Perú’. Para mí no era nada especial en ese tiempo. La selva había sido mi aula antes, no lo sabía, pero eso me salvó la vida”.

A los once días de la catástrofe del Lansa, totalmente extenuada, llegó a una cabaña y se puso a dormir esperando a que alguien acudiera allí o, por lo contrario, aguardando el fin. Unos hombres la localizaron. Cuando la vieron, tan blanca de piel y con los ojos inyectados en sangre, creyeron que era una criatura mitológica selvática. Su aparición dio esperanzas al mundo entero de que podía haber más supervivientes. Y el padre de Juliane se arrancó su coraza de científico y por unos días albergó la ilusión de que su esposa estaba entre ellos.

“Para mi padre la vida acabó en el momento en que identificó el cadáver de mi madre. Eso fue lo más duro. Actuaba como un científico, con una distancia que no era verdadera. Era un muerto en vida”, rememora

Al cabo de pocos días, y gracias a las indicaciones que dio la superviviente, empezaron a localizar cadáveres. “Para mi padre la vida terminó en ese momento en que se enteró de que mi madre había muerto. Él tenía que identificar su cadáver. Eso fue lo más duro. Él actuaba como un científico, con una distancia que no era verdadera, pues se le veía fuerte en esos momentos”. Su relación cambió por completo. Contra su voluntad, la envió a Alemania a estudiar. “Me sacaron de mi vida anterior”, rememora. Juliane fue a la universidad en Kiel, se hizo zoóloga, como sus padres, conservó el deseo de seguir con el trabajo de ambos en la estación científica de Panguana. Se fue a trabajar a Munich, ajena a su antigua vida peruana. Se casó. Se dedicó a enterrar su historia en el hoyo más profundo que encontró. Casi lo consigue. Sin embargo, un día de 1989 recibió una llamada que le trastocó, de nuevo, la vida…

Aquel 24 de diciembre de 1971, el aeropuerto limeño era un caos. Muchos pasajeros volvían a casa por Navidad con sus regalos empaquetados y sus pasteles. Varios vuelos se habían cancelado. Muchos viajeros se quedaron en tierra. También algunos que querían subir al 508 de Lansa. Por supuesto, todos ellos se salvaron. Entre los damnificados se hallaban el director de cine alemán Werner Herzog y su equipo, que entonces estaba rodando Aguirre, la cólera de Dios. Fue él quien 27 años más tarde llamó. Quería hacer un documental. Con ella. En la selva. Justo donde cayó.

Era el mismo Herzog con fama de iracundo cuyas broncas con su actor fetiche, Klaus Kinski, son legendarias.

Al principio no quise, pero Herzog es un director muy conocido, me gustaron sus películas grandes. Junto con mi esposo decidí ir. Tuve miedo porque no sabía como me iban a chocar esas imágenes, la memoria, acordarse de todo y ver todo de nuevo. Pero en realidad el trabajo fue muy enriquecedor, conmigo era muy cuidadoso.

¿Cómo recuerda aquel vuelo, aquella ­experiencia?

Fue bastante fuerte en los primeros días, luego me acostumbré. Tuve miedo cuando salimos de Alemania hacia el sitio donde cayó el avión. No había vuelto en 27 años. Herzog me metió en la misma fila de asientos en la que estuve sentada el día del accidente, el 19F. Cuando entramos, ni me acordaba. Los otros pasajeros me miraban, a mí me dio vergüenza. Y él me dice: “Usted sabe que la senté en el mismo asiento” que cuando cayó el avión. Y me empezó a entrevistar justo cuando sobrevolábamos el sitio donde sucedió el accidente 27 años antes. Estuve nerviosa, emocionada, para no tener que hacer muchas tomas. No tuve tiempo de asustarme mucho.

¿Rodar el documental fue una especie de liberación o bien otro infierno?

Yo nunca fui a ningún terapeuta. No tuve ayuda, yo salí (de los efectos psicológicos del accidente) sola. Nadie me hablaba del tema. La psicoterapia fue a largo plazo, después de tantos años. Y sí, el documental de Herzog, que se llamó Alas de esperanza, fue una especie de cura, sí.

Koepcke ha llegado a tal estado de paz que ya puede pensar en la muerte. Ha dejado atados los detalles de quien debe encargarse de la base científica que iniciaron sus padres y que, medio siglo después, aún dirige

También fue una puerta, Koepcke se sintió más fuerte. Le rondó la idea de escribir la historia de su vida y de su familia. Muchos, demasiadas veces, la habían escrito por ella. “Llega un momento en el que la verdad pasa a segundo plano. En ese sentido el libro era necesario. Desde un principio quería escribir algo para decir la verdad. Se habían escrito tantas mentiras, pero no tuve ni la fuerza primero, ni el tiempo después”, confiesa. La muerte de su padre, en el año 2000, le concedió una perspectiva inesperada... y una cantidad de material, cartas, confesiones, guardadas por su tía hicieron que, de algún modo, volviera a caerse de aquel avión.

¿Qué descubrió?

Cuando leí las cartas que le envío a mi tía, a su hermana Cordula, para mí sí fueron momentos bastantes dolorosos porque descubrí cosas que no sabía, como la muerte de un tío. También hubo cosas que mi tía no me quiso explicar para no preocuparme. Mi relación con mi papá tampoco era muy estrecha. Él me mandó a Alemania a estudiar, yo quería terminar el colegio en Perú. Mi padre era un muerto en vida. Nos llegamos a llevar muy bien después, pero siempre quedó esa distancia. Nada era igual. Él también había cambiado completamente. Como mis padres vivieron en simbiosis, como si hubieran sido creados el uno para el otro, él sin ella no tenía sentido. La película de Herzog fue un primer gran paso para mí, y después lo fue el libro, que sí me ayudó a encontrar una paz que yo no habría pensado que pudiera ser posible.

Una de las cosas que Koepcke relata de Herzog es que el director se quedó muy impresionado con la odisea que pasó su padre cuando en 1955 le ofrecieron un trabajo en Perú. No era fácil moverse por el mundo con un pasaporte alemán incluso diez años después del fin de la guerra. Lo detuvieron, lo encarcelaron, se embarcó en cargueros que no llegaron a su destino. Tardó dos años en llegar. Por entonces, su puesto estaba cubierto. Buscó otro.

Del libro que ha escrito Juliane Koep­cke surge ahora una película, The girl who fell from the sky (La chica que cayó el cielo) que se rodará en septiembre y se presentará en la Berlinale del 2019. La actriz que interpretará a Juliane Koepcke es Sophie Turner, la Sansa Stark de Juego de tronos. La científica recuerda que se hizo otro filme hace muchos años, Atrapada en el infierno verde, cuya calidad cinematográfica dejaba que desear. La invitaron al estreno. Le habría gustado que no lo hubieran hecho.

Pese a todos los hallazgos, el puzzle de la familia Koepcke-Radecki, apellido de soltera de su madre, no está completo. Ni lo estará, confiesa la científica. “Cuando vivía mi padre no vino; quise hablar con él. Eso me da más pena. Él era una persona muy cerrada y se cerró más”, describe con calma mientras pasea por las salas del museo donde se almacenan todo tipo de animales disecados, insectos, mariposas. “Todos los días me acuerdo del día en que caí. A veces son colores, olores, la puesta del sol o música que escucho y vuelvo al lugar donde caí, o en otros sitios donde estuve sola en la selva durante esos once días”.

Juliane ha llegado a tal estado de paz interior que ya puede pensar tranquilamente en la muerte, esa que esquivó en 1971. Semanas antes de la entrevista escribió su testamento, en el que dispone que, a su fallecimiento y el de su marido, la fundación que creó en el 2014 se haga cargo de la estación científica de Panguana que iniciaron sus padres y que todavía dirige ella. Este mes, el pasado día 9, se cumplieron 50 años de su primera visita allí, cuando tenía 14 años. “Estamos de aniversario”, dice con una sonrisa. “Son buenas insta­laciones, no de lujo, y el terreno es mucho más grande. De 186 hectáreas hemos pasado a 3.500, hemos conseguido patro­cinadores. Estamos avanzando, pero siempre hay desafíos. Antes el bosque era eterno, ahora –resume– el cambio climático nos afecta”.

Juliane se ha pasado la vida oyendo chistes sobre aviones y también sufriéndolos. “Ya no me molesta cuando el vuelo es tranquilo. Pero si hay turbulencias, me pongo bastante nerviosa. Me da risa cuando me abordan y me dicen: ‘Sabe, yo tengo tanto miedo a volar’… A mi esposo tampoco le gusta nada, así que tampoco nos podemos ayudar mucho. Mis colegas –concluye con una sonrisa– dicen que volar conmigo es lo más seguro porque estadísticamente no sucede dos veces… aunque yo sé que sí ha pasado”.

La ley de la selva

Juliane Koepcke aprendió de muy pequeña los secretos, tesoros y trampas de la selva peruana. Y esos conocimientos la salvaron cuando tuvo que sobrevivir en ella once días tras caer de 3.000 metros de altura.

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